Hermandad de San José

domingo, 6 de marzo de 2011

UNA ANÉCDOTA JOSEFINA A COMIENZOS DEL XIX: NAPOLEÓN Y PÍO VII

Durante un cuarto de siglo comprendido entre los años 1789 y 1815, Francia estuvo en el primer plano de la vida del mundo. Este periodo, que corre desde la reunión de los Estados Generales hasta la caída del Imperio napoleónico, fue también trascendental para los destinos del Cristianismo y la Iglesia. La era revolucionaria, abierta en 1789, conmovió los fundamentos políticos y religiosos de Europa. La Revolución francesa, en sus momentos álgidos, trató de eliminar toda huella cristiana de la vida social.




Un ejemplo de los favores con que el Santo Patriarca ha correspondido a los Sumos Pontífices, y en general a los que han trabajado por su causa, lo podemos ver en un acontecimiento en los albores del siglo XIX, que causó estremecimiento al orbe católico, en tiempos de Pío VII (1800-1823). Veamos brevemente qué ocurrió.



Desde 1790, el proceso revolucionario se radicalizó, adoptando una aptitud cada vez más agresiva hacia la Iglesia. El 13 de febrero se decidió la supresión de los votos monásticos, y el 12 de julio la Asamblea aprobó la «Constitución civil del clero», que subvertía de raíz la organización eclesiástica. Surgía una iglesia al margen de la autoridad pontificia, donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el pueblo y los nombramientos episcopales serían solamente notificados a Roma. Abolida la Monarquía, se proclamó la República y Luis XVI fue ajusticiado el 2 de enero de 1793.



Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del periodo revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanza su punto álgido. Muchos miles de víctimas murieron en el patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un «calendario republicano». La entronización de la «Diosa Razón» en la catedral de Notre-Dame (10-XI-1793) y la institución por Robespierre del culto al «Ser Supremo» fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora, que tuvo una de sus expresiones en el furor iconoclasta, que dejó una huella --bien visible todavía hoy-- en tantas viejas iglesias y catedrales de Francia.


Robespierre.

El 29 de agosto de 1799, en la ciudadela de Valence-sur-Ronne, falleció Pío VI a los 81 años de edad. Algunos revolucionarios proclamaron a lo cuatro vientos que había muerto el último Papa de la Iglesia. El 9 de noviembre de aquel mismo año, el golpe de Estado del 18 Brumario elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura del primer cónsul. Cuatro meses después --el 14 de marzo de 1800-- el Cónclave reunido en Venecia elegía al Cardenal Chiaramonti como Papa Pío VII.

Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la historia, de la que fueron principales forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX.

- Napoleón, pragmático y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés, que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria.

- Pío VII, por su parte, deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en Francia.



Un nuevo Concordato sería el instrumento adecuado para regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que pronto se transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de julio de 1801 y una de sus consecuencias fue la creación de un nuevo episcopado, tras la renuncia de los obispos «constitucionales» y también de los «legitimistas», que habían emigrado al extranjero.

Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y entonces tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia de Pío VII.

El conflicto con el Papa surgió cuando el Emperador quiso que el Papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra, decretado en noviembre de 1806. Ante la negativa del Pontífice, Napoleón reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a prisión, fue deportado a Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París (1811), Napoleón ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como residencia el Palacio de Fontainebleau.



El Pontífice, al verse impedido de regir con libertad el timón de la nave de la Iglesia, que Dios le había encomendado, acudió al Santo Patriarca pidiendo ayuda y protección, que a la Iglesia naciente había sacado incólume del furor de otro tirano. Pronto recibió el socorro que imploraba. La tremenda derrota del ejército napoleónico en Leipzig fue funesta para el Emperador, y desde entonces los desfavorables sucesos se precipitaron de manera inesperada. Viendo Napoleón que sus glorias empezaban a desvanecerse, y conociendo en sus derrotas la mano de Dios, vengador de tantos ultrajes, decretó fuesen devueltos al Papa los Estados Pontificios.



No faltaron en aquel suceso señales de la protección del Santo Patriarca. El decreto de la devolución está firmado el 10 de Marzo, cuando en Roma y en el orbe católico se empezaba la novena a San José. Este decreto llegó al castillo de Fontainebleau, y se puso en manos del Pontífice, el 19 del mismo mes, fiesta del glorioso Protector de la Iglesia. En 1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7 de junio de 1815 retornaba definitivamente a Roma, mientras su adversario, vencido y desterrado por los ingleses en Waterloo, desembarcaba prisionero en la isla de Elba, después de haber firmado la abdicación definitiva, por la que renunciaba al poder, para sí y para sus herederos.

Fuente: Monforte, José Mª “José de Nazaret en el Tercer Milenio Cristiano” Eiunsa, 2000 Capítulo III.



Nota: Pío VII fue el Pontífice que firmó la Bula Pontificia que declaraba a San José Patrón de la entonces villa de la Real Isla de León en 1802, tras el acuerdo de los cabildos civil y eclesiástico en 1800.

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